¡¡¡Gracias Brasil!!!

Hay cuestiones de la política. Hay cuestiones de la economía. Hay asuntos de la naturaleza, y hay otros del sentido común.

Y entre estos últimos parece inscribirse una duda que hoy por hoy, es crucial para la Argentina: ¿vale la pena producir algo que no se va a vender?

Es que por ilógico que parezca, este es el resultado de las medidas oficiales que se vienen llevando adelante, aunque los discursos vayan en sentido totalmente opuesto. Igual que el tero, que grita en un lado, mientras que el nido está en otro, la Administración K, que ya lleva más de 10 años de ejercicio, mientras decía defender “la mesa de los argentinos”, derrumbaba la producción de carne, leche o trigo, y mientras no dejaba oportunidad sin aseverar –enfáticamente– la necesidad de buscar, y de preservar, nuevos mercados internacionales, iba sumando cantidad de restricciones a tal objetivo, que nunca se removieron ni siquiera parcialmente.

Tanto es así que en el sector agropecuario, aunque algunos productos aún tienen algún resto de rentabilidad (cada vez menos) pocos se animan a producirlos, ya que no hay seguridad de poder venderlos. Mejor dicho, no hay certeza de que el Gobierno autorice su exportación.

Es descabellado, ya que son justamente los rubros agroindustriales, la pesca, etc. Los más competitivos internacionalmente, sin embargo, el planteo oficial se ubica exactamente en las antípodas.

Esto llevaría a pensar en por qué, entonces, el Gobierno no se evita, y a los demás también, cantidad de problemas, pérdidas de tiempo, de plata, esfuerzos, etc. y dice directa y claramente cuánta producción requiere para el mercado interno, e informa que, además de “vivir con lo nuestro”, el resto “no se va a exportar”, y que el que lo produzca lo hará a propio riesgo, y así deja que cada uno saque sus conclusiones, pero sobre certezas, y políticas claras.

En ese caso, la producción de alimentos debería limitarse a 6/7 millones de toneladas de maíz, algo más de 2 millones de toneladas de carne, no debería exceder los 7.000 millones de litros de leche, ni los 5 millones de toneladas de trigo, entre otros recortes.

En ese esquema, el gasto anual de producción agropecuaria se reduciría en no menos de US$ 10.000/12.000 millones anuales, se gastarían 2.000/3.000 millones de litros menos de gas oil, no se arruinarían tantas rutas, se podría proteger mejor a los productores, y muchas otras “bondades” más que el Gobierno ya está logrando paulatinamente, pero que al no estar reconocidas públicamente, lleva a engaño a más de uno que todavía intenta producir y cada vez se hunde más.

No hace falta ser economista para saber que si no se puede exportar. Cualquier excedente por sobre el consumo doméstico se vuelve en contra de la producción, ya que el exceso de oferta interna demuele los precios locales.

¿Suena familiar?

Y si este no es el objetivo oficial, entonces, ¿cómo se entienden las políticas adoptadas?

Enumerar las restricciones, los frenos, las medidas desalentadoras de la producción, el empecinamiento en no corregir errores y desaciertos sería casi infinito. Lo real es que la Argentina se está cayendo del mapa mundial. Cada vez son menos los productos que mantienen algún resto de competitividad internacional, y si no disminuyen más todavía es porque los empresarios, aunque sea a pérdida, intentan mantener plazas que les costaron mucho tiempo y esfuerzo, y que saben que sería casi imposible volver a recuperar.

Atraso cambiario, presión impositiva irracional, demoras en devolver IVA y reintegros (entre 6 meses y un año), cambios inesperados de reglas, costosa burocracia creciente (que también se presta a otras irregularidades), costos internos desbordados, son apenas algunas de las cuestiones que determinan que salvo algún sector que goza de preferencias o de acuerdos especiales con algún país (autos, maquinaria, etc.), al resto no le está quedando más remedio que ir dejando paso a otros proveedores más confiables y, sobre todo, más competitivos.

Tanto es así que la Argentina hasta está quedando fuera de su principal mercado, y vecino, Brasil, aún con las preferencias Mercosur de por medio.

Sin embargo, es justamente desde el principal socio regional desde donde puede provenir una ayuda inesperada, ya que la repentina aceleración de la tasa de devaluación que imprimió el gigante sudamericano que, con una inflación anual de 6%, llevó al Real de $ 2,01 por dólar a principios de enero, a $ 2,44 ahora (una devaluación de 20%), acentuó la caída de la competitividad argentina, lo que obligaría a la Administración Kirchner a ajustar rápidamente esta materia si no quiere perder también su posición estratégica en esa plaza.

De hecho, la Argentina ya viene corrigiendo el tipo de cambio, que aumentó 14% desde que comenzó el año (pasó de $ 4,92 por dólar a $ 5,61), pero el 25% de inflación oficial, lógicamente obliga a un salto mucho mayor si, aunque sea, se pretende que Brasil no amplíe la brecha.

Ahora bien, si el efecto Brasil no llegara a ser contagioso, en ese caso queda en el aire un interrogante mucho mayor aún: ¿quién va a proveer las divisas entonces?