Escribe Susana Merlo
Prácticamente no existe memoria de una coyuntura tan negativa para el campo como la actual, que está completando, además, 3 años de sequía (que aún no se revierte), y a la que se le sumó la cuarentena desde marzo del 2020; la caída de la economía internacional; luego el conflicto del Mar Negro (Rusia vs Ucrania) desde febrero del año pasado y finalmente, ahora, el retroceso relativo de los precios agrícolas por mejores cosechas mundiales, como la de Brasil.
Todo esto ya sería suficientemente malo por si mismo, sin necesidad de que se le sumaran un par de factores extra que le agregan directamente, una cuota de dramatismo a esta coyuntura. El primero, es el momento político local en un año de elecciones presidenciales que, de por si, tensa y contamina todas las situaciones. El segundo, es la altura del año a la que fueron confluyendo todos los factores y que es, exactamente ahora, cuando los productores deben tomar la decisión de siembra, y poner en marcha los planes del ejercicio que comienza, el 23/24.
Ni tratando de lograrlo se hubieran podido sumar tantos factores adversos. Por supuesto que el internismo político, tanto del oficialismo como de la oposición, contribuyeron bastante para perfeccionar la sumatoria.
Así las cosas, ¿qué puede pasar con un sector que invierte anualmente, al menos U$S 15-16.000 millones solo para la producción de granos, y que hasta ahora lleva perdidos alrededor de U$S 25.000 millones por la seca de la última campaña?
Sin contar que eso ya significa una caída de más de 3 puntos del PBI, una merma en las exportaciones agrícolas superior a los U$S 21.000 millones, y una caída en la recaudación de alrededor de U$S 8.000 millones, según se explicó en la jornada de inversiones que el Consejo Agroindustrial Argentino (CAA) realizó días atrás. Lo cierto es que sumando todo el daño acumulado, y teniendo en cuenta que el país está al borde de la quiebra, es difícil prever de donde pueden llegar a salir los fondos para financiar el ciclo que comienza en unas pocas semanas, y del que dependen los pocos ingresos genuinos con que contará el próximo gobierno, sea cual fuere su color.
Y el planteo no es micro, sino macro. ¿Cómo es posible que un país que depende tan fuertemente de su sector agroindustrial, no tenga hasta ahora siquiera un sistema de seguros y coberturas que impidan que si la producción cae, como ahora, el país no entre en quiebra (como ahora) ???.
En cualquier lugar del mundo, más o menos desarrollado, los riesgos son acotados con estos sistemas que, aunque haya fuertes mermas, hacen que los desembolsos oficiales -salvo en casos extraordinarios de catástrofes-, estén neutralizados por una trama de coberturas, que insuflan liquidez (uno de los primeros problemas que tienen la producción para poder seguir otro año sin ingresos), y que le compensan recursos al Estado, y no como ahora que los organismos de recaudación hacen malabares para “no” reconocer la escasa ayuda oficial que consiste en postergar los pagos de créditos oficiales e impuestos. El fisco no quiere sacrificar tampoco ni un peso, pero los productores no pueden pagar y, en caso de que si pudieran, esos recursos dejan de volcarse a la producción que es lo que más necesita el país., y en el menor plazo posible.
De hecho sorprende la indiferencia con que los principales grupos políticos, tanto del oficialismo, como de la oposición, destratan este asunto, como si su futuro político no dependiera también, en buena medida, de estos resultados.
Para que esté más claro se podría decir que en menos de dos meses se tiene que sembrar el trigo que se deberá cosechar a partir de noviembre, y que va a generar los primeros ingresos de divisas por exportaciones desde diciembre-enero (ya con el nuevo presidente y su equipo).
Para hacerlo, además de un par de lluvias de 80-100 mm antes de junio, se necesitarán unos U$S 2.500 millones que, como la humedad, tampoco están.
Y eso solo para hacer la misma superficie que ya había, o sea, sin crecer. A partir de ahí sigue el resto, y sin mencionar que la industria deberá “importar”, por lo menos, 8-10 millones de toneladas de poroto de soja (mayormente de Brasil), para disminuir en parte la muy elevada capacidad ociosa aceitera, el principal rubro de exportación de la Argentina. Para tener una idea, ese sector está dimensionado para procesar cerca de 65 millones de toneladas de poroto de soja, pero la producción de la última década ya había caído a algo más de 40 millones de toneladas antes de la seca, y en el ciclo que está por cerrar, se podrían recolectar apenas 23 millones, o aún menos.
Por eso, más allá de la suerte de los sectores, inversores, y empresarios, ¿puede el país improvisar tanto en un rubro del que dependen entre el 65% y el 67% de las divisas de exportación?.
Y los que pretenden ocupar la presidencia el año que viene, ¿qué creen que van a hacer entonces?, ¿pedirle un poco más al FMI o, definitivamente, dejar que la producción agroindustrial termine de pulverizarse?.
Solo para tener un ejemplo de la diferencia que puede hacer un política pública adecuada, a principios de este siglo (hace un poco más de 20 años), Argentina y Brasil producían cantidades similares de soja: cerca de 60 millones de toneladas. Este año, también con seca, el vecino del Mercosur está recolectando 154 millones, y la Argentina 23 millones o menos….
Nada que agregar.